Por Elias Lira
La casa era vieja y grande y en el patio las veíamos volar por Diciembre, mes de colores y formas resplandecientes. Mi padre siempre las podía identificar y es que aprendió de su padre y éste del suyo, pero mi hermano y yo no sabíamos nada de ellas. Solo las mirábamos confundirse entre las nubes y el sol brillante donde se tejían como hilos de plata en el reino de los pájaros. La competencia era muy reñida y de cuando en cuando caía una prisionera entre los tendidos de electricidad. Con sus largas colas guillotinadas de trapo buscaban detener el ascenso de las otras en su camino a las alturas. Todas se enfrentaban por el control de los aires, era una competencia a muerte, de armas ocultas con hojas “yilé”.
Haciendo tirabuzones irregulares se precipitó hacia el patio trasero. Se habían cumplido nuestros sueños. Una picua inmensa con su peligrosa cola cortante. Con cuidado extremo mi papá la recogió y la metió en la casa. Entonces el gran alboroto. Empezamos a escuchar toda una clase magistral sobre ellas mientras sus manos removían meticulosamente de la cola las afiladas hojillas de afeitar mostrando el detalle de cómo estaban ensambladas. Entonces rasgó la seda y separó la pega hecha de almidón de los pabilos y extrajo la vereda. Haremos una nueva de vivos colores, dijo. Súbitamente, tocaron a la puerta.
Los perros empezaron a ladrar al aparecer un sujeto de muy mal aspecto con los brazos poblados de cortaduras y los dedos tiznados:
— ¿Por aquí no cayó una cometa negra? – increpó el inesperado visitante. Todas las miradas se concentraron en él. La cometa yacía abandonada hecha pedazos sobre la mesa, miré a mi alrededor y sólo llamó mi atención la mirada de los ojos de mi padre. Asustados mi hermanito y yo dijimos al hombre: "Nos la comimos. Somos muy pobres y teníamos hambre —El visitante quedó por un tiempo como una estatua de rígido; parado en medio de la puerta viendo su picua con los ojos encendidos de sangre ●