Por Paúl Brito RamosMe despido porque ya mañana me muero —le dijo a Sonia, levantándose de la mecedora.
La familia quedó aturdida. Perpetua había llegado a los 108 años lúcida, sin un solo desvarío; era imposible que de un momento a otro se le estropeara el cerebro; al contrario, pensamos que había llegado a la cúspide de la lucidez. Comenzaron a hacer los preparativos para el entierro. El tío Eustaquio no dudó un segundo de la sentencia de su abuela; fue despejando de una vez la sala de la casa para la velación. A la mañana siguiente durmió un par de horas más de lo corriente preparándose para lo que le esperaba.
La noticia anticipada de la muerte se regó y comenzó a sonar el teléfono. Familiares, conocidos y chismosos preguntaban lo mismo: que si ya se había muerto. Llamaban a cada rato y volvían a llamar después: “¿Ya se murió la abuela? ¿Ya se murió?”. A mí me habían puesto a contestar; de tanto decir lo mismo, comencé a desesperarme y a desear que se muriera de una vez por todas. A la llamada 24 ya no aguanté más.
– ¿Por qué no vas a ver si ya se murió la tuya? —le espeté a un curioso.
Perpetua escuchó y se acercó:
– Ven, es más práctico si yo misma contesto.
Y me quitó el teléfono. Comenzó a contestar con ternura: “No m’ hijo, todavía no me he muerto”, “No debe faltar mucho, tranquilo”, “Llama un poco más tarde, de pronto ya no esté al teléfono”... Pero al poco tiempo también se desesperó:
– ¡Me muero cuando me dé la puerca gana!
Y terminó desconectando el teléfono.
– ¡Ya una no puede ni morirse tranquila! –dijo y se fue a su mecedora.
Pero entonces fue peor porque comenzaron a llegar para preguntar personalmente. Yo fui otra vez el encargado de abrir. Algunos no se contentaban con mi respuesta negativa y me pedían que fuera a ver si de pronto acababa de morir. Me tocaba entonces ir hasta el patio y revisar. Pero como Perpetua a veces se quedaba dormitando me tocaba poner mi mano en su pecho; su corazón todavía sonaba como un bafle.
Cuando eran familiares, pasaban directamente a revisar; si estaba despierta se quedaban hablando un rato con ella, pero tratando prudentemente de no demorarse para no coincidir con el momento final. Se despedían cariñosamente deseándole un feliz viaje; algunos le pedían que intercediera por ellos tanto para algún perdón divino como para algún milagrito. Perpetua me llamó y me dijo que no dejara pasar a más nadie. “Nada más a la Muerte”, me advirtió.
– Voy a tener que comenzar a cobrar mis favores celestiales —dijo— ¡y a tener que morirme otro día para poder atenderlos a todos!
Yo me acerqué a ella en secreto y también le pedí mi favorcito: que apenas llegara al Cielo me diera alguna razón de Plutín, mi perro, muerto hacía tres meses luego de mordisquear un sapo.
– ¡Qué Plutín ni qué nada, los únicos perros que van al cielo son los hombres! —me respondió—. Ahora déjame sola para ver si por fin me concentro en la muerte.
De pronto esas palabras me hicieron caer en cuenta de que ya Perpetua no iba a estar más con nosotros y me imaginé los días que vendrían mirando aquella mecedora vacía balancearse tristemente por la brisa de la tarde. Me imaginé los mangos regados por el patio maduros e intactos y el silencio insoportable de las tardes sin su voz dulce y oxidada; el aburrido albedrío sin su presencia amenazadora aunque tierna e inocua.
Me dediqué a dibujar. Perpetua era la única que le prestaba atención a mis dibujos y quise regalarle el último. La dibujé con alas alzada en el aire sobre su mecedora y con aquella sonrisa suya permeable y sincera, aunque con el cuerpo desnudo de una muñeca Barbie; la había esbozado primero con su propio cuerpo, pero se veía tétrica: parecía un murciélago.
– ¡Eso que dibujaste es un sacrilegio! —me dijo al ver el dibujo—. Pero de todas maneras gracias – Y me dio un beso.
Me fui a jugar con mis primos; dejé a Ignacio cuidando la puerta. Le dije que no dejara pasar a nadie, “nada más a la Muerte”, parodié a Perpetua. Me preguntó cómo era la tal Muerte.
— Tiene el cuerpo de una Barbie y la cara de una vieja —se me ocurrió decirle.