En el taxi nos esperaba la muchacha de la boite, la única que no nos abandonó en nuestro infortunio. Alvaro y yo la invitamos a Les Halles, a saborear la sopa de cebollas del amanecer. Le compramos flores en el mercado, la besamos en reconocimiento a su conducta samaritana, y nos dimos cuenta de que tenía cierto atractivo. No era bonita ni fea, pero la rehabilitaba la nariz respingada de las parisienses. Entonces la invitamos a nuestro misérrimo hotel. No tuvo ninguna complicación en irse con nosotros.
Se fue con Alvaro a su habitación. Yo caí rendido en mi cama, pero de pronto sentí que me zamarreaban. Era Alvaro. Su cara de loco apacible me pareció un tanto extraña.
—Pasa algo —me dijo—. Esta mujer tiene algo excepcional, insólito, que no te podría explicar. Tienes que probarla de inmediato.
Pocos minutos después la desconocida se metió soñolienta e indulgentemente en mi cama. Al hacer el amor con ella comprobé su misterioso don. Era algo indescriptible que brotaba de su profundidad, que se remontaba al origen mismo del placer, al nacimiento de una ola, al secreto genésico de Venus. Alvaro tenía razón.
Al día siguiente, en un aparte del desayuno, Alvaro me previno en español:
—Si no dejamos de inmediato a esta mujer, nuestro viaje será frustrado. No naufragaríamos en el mar, sino en el sacramento insondable del sexo.
Decidimos colmarla de pequeños regalos: flores, chocolates y la mitad de los francos Que nos quedaban. Nos confesó que no trabajaba en el cabaret caucasiano; que lo había visitado la noche antes por primera y única vez. Luego tomamos un taxi con ella. El chofer atravesaba un barrio indefinido cuando le ordenamos detenerse. Nos despedimos de ella con grandes besos y la dejamos ahí, desorientada pero sonriente.
Nunca más la vimos
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