Por Elías Lira
La gran metrópoli. Nuevamente te espero en el lugar de siempre. Pasan los minutos y oleadas de rostros desfilan por la calle. Una niña sonriente tomada de la mano de su madre me mira apurada al regreso de la escuela. Fue en el instante cuando el mesonero me trajo otro café
cappuccino. Voy a ponerme como una vaca me dije, pero la crema deliciosa con el
strudel de manzanas me endulza la vida. La vida que me ha enseñado a dominar el arte de saber vivir y saber estar. Mi deseo es casarme y tener muchos hijos, soy insatisfecha e imaginativa, al cabo de los años veré si ha valido la pena.
Llena de nostalgia transcurren las horas. La tarde trae la prosaica cotidianidad en medio de un río de gente impasible que transita de lado a lado. Mi nuevo vestido color turquesa detalla las líneas de mi cuerpo recien bronceado. Me muerdo los labios extrañando sus caricias, destilando dolor aún en el éxtasis de la felicidad lúdica. No es amor sino desenfreno, una confrontación violenta y desaforada, una pantalla que sirve de fondo a la ironía y a lo perecedero. Todo comenzó accidentalmente, pero hoy no quiero terminarlo. Me atrajo a primera vista y aquí estoy como una tonta colegiala aguardando por él con las botas puestas. Nadie puede liberarse de las trampas cuando las emociones se hacen presentes. Miro al cielo y parece que va a llover. Es un presagio. Me refugio en mi profundo silencio. Pasan los minutos y sigues sin llamar. En verdad, no soy capaz de vivir de acuerdo a mis principios.
Detesto los lugares de amantes prohibidos. En la ciudad las primeras horas de la noche resultan las más calurosas del día. Aun te espero, en medio del humo del asfalto, el tránsito congestionado y la tristeza de los mendigos. En mi mente busco el reposo absoluto de la naturaleza de los días de viento y mareas. ¿Sonó? Abro el bolso y veo la pantalla del teléfono celular que me dice que la vida se acorta cuando llegamos a sus confines sin encontrar su secreto. No quiero hacer ninguna llamada para que luego digas que mi número estaba ocupado, pero el reloj ya marca las nueve y media de la noche. A pesar de los muchos sonidos y olores, el silencio se acrecienta permeando una nube de derrota y culpa. Quiero estar metida en mi cama vestida con mis pijamas. Y es que nunca llamas ni tampoco apareces.
— ¿Aún espera? —interrumpió el mesonero, acercándose—.
— Espero. ¿Y para qué? Por favor, la cuenta—.
Yo misma no me puedo entender. Sabía desde antes que eras un hombre casado.
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